Aquella línea punteada que recorre la escalera
Cuento publicado en el número dos de la revista literaria Inmóvil.
INMÓVILNARRATIVA
Cuando regresó a la cocina, Mateo se encontró con la sopa de espagueti repleta de hormigas. Al fondo de la sala el bebé dormía plácidamente. Los pequeños insectos se abalanzaban sobre la comida como si de pronto el inverno había caído aquel jueves de agosto. Se llevó el plato al baño y tiró el espagueti por el excusado. Unas cuantas hormigas treparon por su brazo y lo picaron. Se sacudió los pocos insectos que alcanzaron a aferrarse a su piel, y se quedó a observar cómo las hormigas trataban de aferrarse a la taza del baño. Le dio la impresión de que se parecían a un montón de náufragos diminutos arrastrándose a la orilla de la playa.
Los llantos del bebé lo hicieron volver en sí. Le dio un biberón, y desde la mecedora el bebé contemplaba a Mateo. Su padre se mensajeaba con Susana, la vecina del departamento ¿Si nos vamos a ver? No sé, me dejaron cuidando al niño. Un ratito nada más ¿o te pegan? Es que tengo que hacer la comida otra vez, se le subieron las pinches hormigas. Una foto del escote de Susana hizo que Mateo dejara de escribirle. Miró de reojo al bebé, se había vuelto a dormir. Elena tardaría un par de horas para llegar. Calculó cuanto tiempo se tardaría haciendo la comida y teniendo sexo con Susana. Su relación con la vecina no había pasado más de un beso perdido en la comisura de los labios. A partir de ahí se mensajeaban con insistencia, era cuestión de tiempo para pasar de un beso perdido a la caricia más precisa. En media hora estoy de vuelta, no le va a pasar a nada al niño. Unas cuantas hormigas pasaron sobre la ventana, parecía marchar como pequeños soldados con antenas. Mateo las contempló por un instante. Sus pasitos hacían un movimiento hipnótico. De pronto se sintió cobarde, como si la casa, el bebé, los muebles, aquellas hormigas, supieran su secreto. Suspiró. No va a pasar nada, se dijo para sí mismo. Esta relación ya se va a ir la mierda. Luego miró al bebé. Pensó que si el niño no existiera todo sería diferente. Apretó los puños. Si tan solo hubiera convencido a Elena de abortar, no estuviera pensando en que todo valió verga. Otro par de mensajes llegaron a su teléfono. Eran fotos del trasero de Susana, de sus pezones saliéndose del escote y una foto más de su entrepierna. A la chingada. Le quitó el biberón al bebé y lo meció hasta que se quedó dormitando. Puso el biberón en la mesa de la cocina y un par de hormigas exploradoras comenzaron a hurgar en la mamila. Fue por la caja de condones que nunca usó en un viaje a Guadalajara que tuvo con Elena. Recordó aquella vez en el cuarto del hotel cuando Elena, con tres meses de embarazo, le pidió sexo oral, y en el momento Mateo quiso llegar a más, Elena ya estaba dormida, y tuvo que masturbarse en baño para bajar la calentura, y guardó la caja de condones en la maleta, la misma caja que ahora tenía en sus manos. Más mensajes de Susana enseñando los senos, y diciéndole que se apresure, que ya quiere coger. Y el bebé que se acababa de despertar por poco le arruina los planes, y su hijo estaba con todas las ganas de jugar con su padre. Movía sus manitas para alcanzar los dedos de Mateo sin mucho éxito. Balbuceaba palabras en el lenguaje de los bebés y él pensó que quizás le estaba reclamando. Solo serán treinta minutos, hij… pero se detuvo. Desde que nació el bebé nunca se atrevió a decirle hijo, ni siquiera a pronunciar su nombre. Pensó en sí su padre habría hecho lo mismo, porque nunca lo conoció. Quizás estaba repitiendo aquella herencia del abandono. Aunque el padre de Elena no era igual, él si estaba emocionado por su nieto, y pensó que si su suegro no lo odiara, quizás hubieran sido buenos amigos. Mateo le puso canciones de cuna y de nuevo esperó a que dormitara. Otra vez, más mensajes de Susana desnuda. Mateo tenía una gran erección. No pudo esperar más tiempo. Echó un último vistazo a su hijo y salió del departamento. Bajó por las escaleras del edificio y una hormiga le mordisqueó la mano. Mateo la aplastó con la mano. Al rato que venga tengo que llamarle al exterminador. Una pequeña hilera de hormigas paseaban por el barandal.
Cuando llegó con Susana quiso saludarla, pero ella ya se había lanzado en sus labios. Ambos frotaban sus pelvis con desespero, casi con furia. La tomó de la cintura y ambos, como una danza donde solo juegan dos piernas, caminaron torpemente hasta el sofá. Aquella mañana de agosto Mateo había soñado que no era padre, que ni siquiera había conocido a Elena. Y despertó tan irritado que lo único en lo que pensó fue en liberar la presión ¿Cuándo nos vemos? Hoy ¿o te pegan? Y entre cada mensaje fueron cayendo en un espiral de seducción. Y Elena antes de irse al trabajo le dijo que si todo estaba bien, y Mateo sin decir nada asintió con la cabeza, como pensando que si hablaba confesaría su crimen, y le cerró la puerta en la cara, pero cuando se arrepintió de aquella acción Elena ya se había ido. Fue cuando Susana le estaba quitando el cinturón que escuchó que alguien le marcaba por teléfono. Y Mateo respondió la llamada mientras Susana se frotaba la cara en su entrepierna. Mateo, ¿cómo está el niño? Y él se quedó callado por unos segundos. ¿Bueno? Bien, bien, Elena, está dormido. Susana había comenzado a chuparle el pene y Mateo de pronto se sintió muy incómodo. Mateito tan dormilón que salió, cómo su papá ¿Quieres qué te lleve algo de comer? Pero Mateo no dijo nada. Sintió algo adentro del pecho, algo roto que caminaba por su sangre, como un montón de patitas y antenas amontonadas en la garganta. Me tengo que ir Susana, dijo sin colgar el teléfono. Y maldijo al darse cuenta que aún aparecía la llamada. Elena no habló. La llamada terminó. Se subió los pantalones desesperado y al salir de aquel departamento Susana le azotó la puerta, y pensó en aquella mañana cuando hizo lo mismo con Elena. Y al subir por las escaleras notó una línea de puntitos que recorrían el pasamanos. Uno, dos, uno dos, marchaban las hormigas. Chingado, no le marqué al pinche exterminador. Y cuando buscaba entre sus contactos algún número se dio cuenta que aquella fila de hormigas era solo el inicio, más arriba, una masa negruzca de insectos cubría todo el barandal. Y Mateó subió rápidamente, las hormigas trepan por su piernas y lo picaban con fuerza, como queriendo evitar suban. Cuando llegó a su departamento el picaporte estaba también infestado. Se quitó la camisa y se la enredó en la mano para evitar que le picaran, aunque algunas hormigas, las más listas treparon por su brazo y de nuevo fueron al ataque. Al entrar fue a la sala a buscar a su hijo temiendo lo peor. Pero el bebé no estaba en su mecedora. Las hormigas corrían por todos lados, desesperadas por su presencia. Buscó a Mateito en el dormitorio, en el baño, detrás del sofá, otra vez en la mecedora. Mateo de cuando en cuando pisaba a las hormigas para quitárselas de encima. Se rascó la cabeza desesperado. Los insectos habían tomado la decisión de contratacar. Afuera se escuchó el carro de Elena estacionarse. Mientras se sacudía pudo ver una fila de hormigas cargando algo rojizo, le dio la impresión de que aquello era un pedacito de carne entre sus mandíbulas. No, no, no. Decía Mateo. Como pequeñas soldadas entregando víveres se pasaban los trocitos de carne una a la otra. Exasperado por la picazón se puso a seguir la línea punteada, que ahora era de color rojo con pequeñas hormigas negras paseando por ahí. El hilo iba hasta la ventana y bajaba por todo el edificio. Y Mateo pudo ver a un par de hormigas, la más grandes y fuertes cargando un ojo. Y quiso gritar, pero aquella sensación de hormigueó en la garganta era mucho más intenso. Se recostó en posición fetal a llorar. De fondo se podían escuchar los pasos de Elena subiendo por las escaleras. Un grupo de hormigas exploradoras tocaban con sus antenitas la piel de Mateo, y pronto le comunicaron a las otras de su siguiente manjar.
Aquella línea
punteada
que recorre
la escalera
Por: César Pineda

