Dos poemas de Rodolfo Dagnino: Cactus y Refrigerador
Poemas publicados en el número uno de la revista literaria Inmóvil
INMÓVILPOESÍA


A pesar de los años
contemplo aún el cactus que trajimos
de Arizona.
La planta desértica que estira sus espinas
para darnos en el dolor
la memoria de tu ausencia.
Ella ha devastado otras contingencias vegetales,
en un perímetro de sequía que la tiene como centro
y ha impuesto su propia memoria de desiertos
en los horizontes de la olvidada jardinera.
Ha establecido la ley de su aridez como si con ello
lograra recuperar el código de su nacimiento
sitiado por el lejano aullido de los coyotes,
el aguijonazo del escorpión,
y la sonaja de la serpiente que no se percibe hasta que la muerte es.
Un cactus que ahora son seis y que se elevan hacia las nubes
como si tuvieran la intensión de desgarrarlas
hasta descubrir tu nombre que se confunde con la lluvia de agosto.
Sobre todo, este cactus que se levanta enhiesto como el presente
en el que eres la forma que la palabra traza,
la permanencia de tu corazón duro y tenaz,
tierno y de jugosa carne verde,
que se eleva sobre el relámpago
en el que recordarte es una savia lenta y limosa
que apaga el fuego de las viejas heridas.
Tu corazón es un cactus, una planta que sobrevive
a las ventiscas de arena y sol que los años de tu ausencia imponen;
presencia inalterable de la mujer que fuiste en la edad de nuestras
[fortunas.
Eres un cactus, madre,
cactácea de mil espinas que en su aguda resolución
exige la gota de sangre que nos vincula como plantas
de una distinta y humana química;
resistencia de dura piel que resguarda la ternura del gajo
que de tu corazón muerdo con la precaución del viajero
que sabe que su viaje no es sino el regreso
hacia su pequeña Ítaca familiar.
En ocasiones, la vida parpadea
y el refrigerador deja de funcionar.
Nada del otro mundo:
pensamos para mitigar la sacudida que provoca esa premonición [aciaga.
Pero antes de indagar de dónde nos sale la palabra “aciaga”,
tan opuesta a la primavera reciente de cantos de aves y florecimientos,
recibimos sobre el rostro el golpe de la pestilencia, al abrir la
puerta.
Adentro, la muerte, que debería simular frescura y vitalidad,
atiende ya a los dictados profundos de su descomposición.
El jamón, la leche, el guisado de la suegra, el pozole de cerdo
que tantas alegrías trajo el domingo anterior,
son ahora los signos irrefutables de la decadencia.
La señal es clara: de ahora en adelante
la vida será el empeño de no dejar que la corrupción
ocupe todos los rincones de la existencia;
de impedir que la fetidez, que crece en las entrañas de la máquina,
reseque las plantas que,
a pesar de nuestros descuidos humanos,
nos obsequian su oxígeno con verde generosidad
No lo queremos aceptar, pero es el inicio del fin.
¡Y son tan caras las reparaciones¡, y mucho más el remplazo del
[aparato doméstico,
que ahora luce francamente aciago (otra vez la palabrita):
presencia cruel que nos acecha con su mirada muerta de metal.
Ojalá Dios tuviera conocimientos en refrigeración, pensamos,
o nos concediera su divina gracia a manera de créditos a fondo [perdido;
ojalá, por lo menos, existiera.
No queda otra más que buscar un nuevo mañana,
alertar a la tribu y cruzar el desierto hacia un hogar distinto
en el que el refrigerador sea un ángel de blanco susurrar
que desvanezca, por las noches, los aciagos sueños de putrefacción
que han perturbado a la familia desde el inicio de los tiempos.
Por: Rodolfo Dagnino
Refrigerador
Cactus

